Ser padres y madres conscientes
Quienes hemos sido padres somos conocedores, en primera persona, de que “El arte de la maternidad y paternidad” se va desplegando a medida que nos vemos inmersos en la aventura de crear y cuidar vida.
Las criaturas nacientes, traen bendiciones y también muchos interrogantes.
Mi madre, recuerdo, me decía que los niños no venían con un manual de instrucciones debajo del brazo al nacer. Y esta expresión no alcanzó su verdadero y profundo significado para mí, hasta el momento de la gestación y posterior nacimiento de mis propios hijos.
No hay un manual ni una regla universal y homogénea que se pueda aplicar, en el fino arte de la crianza.
Las distintas sensibilidades personales de los padres, moldean y conforman la de los hijos, irradiados a través de la amorosidad desplegada en cada acto de cuidado. Constituimos, sin quererlo y sin poderlo evitar, una brújula, que tejerá el mundo de la sagrada infancia.
Hilvanando el fino tejido de aportar seguridad en la edad temprana y escolar, es como se va confeccionando el pilar fundamental de esa mirada infantil, confiada que permite tener una expectativa positiva sobre el mundo, sobre los demás y sobre sí mismos.
Esta es la magia y el verdadero valor de los padres, pues representan y aportan “seguridad” de muchas maneras. No solo porque cuidamos físicamente a unos seres que en su comienzo de vida nos necesitan y dependen completamente de nosotros, sino porque las bases fundamentales de aportar calor, fuerza y confianza, se forjan gracias a sentirnos, cuando niños, valiosos a través de esos brazos, esas miradas, y esas manos incondicionales de las madres y padres que dan estructura y sostén día tras día.
Dado que la perfección no existe, puede ocurrir que también como adultos inquietos, necesitemos afinar nuestros propios recursos, para tejer con delicadeza y finura emocional, ese vínculo con nuestros hijos, en las diferentes etapas evolutivas de nuestros menores.
Para esos momentos en donde el cansancio nos desestabiliza, la duda nos desarma, cuando sentimos que estamos como padres ante un desafío máximo, la buena noticia es que siempre estaremos a tiempo para nutrirnos de aquellos componentes que más importan a la hora de consolidar y fraguar una buena conexión relacional con nuestros propios hijos.
Acompañar a los padres, para que éstos puedan desplegar una buena cartografía en el mundo de la vinculación, significará brujulear con maestría las aguas de la inquietud amorosa que la fuerza biológica nos concede a todos los seres humanos.
Los hijos fraguan sus relaciones, por observación directa de sus modelos fundamentales de referencia. Los padres les presentamos el mundo, ellos nos miran y en nuestra cara exploran nuestra disponibilidad, perciben la incondicionalidad en nuestras palabras, a través de nuestra capacidad de ser empáticos, establecerán el justo intercambio de lo que es ser tenido en cuenta, cartografiarán nuestra propia regulación emocional y conforme crezcan reorientarán sus vidas hacia relaciones estimulantes y abiertas, algo retraídas, dudosas, distantes, tristes, alegres, o bajo el matiz aquel, que la hace única y tan particular.
Somos los padres, esas figuras que potencian la exploración y la seguridad de la mano de la conexión emocional, aquella que protege, calma, consuela y permite. Bien vale que afinemos nuestras brújulas para que guíen y nos guíen, ante esta llamada incondicional, por entregada, abnegada y amorosa, que ilumina, señala y mantiene haciendo de la infancia una edad clave por potenciadora, amigable, su edad dorada. En definitiva, la edad donde se fraguan las más asombrosas capacidades de aquellos que algún día, al igual que lo hicimos nosotros, una vez alcanzado su apogeo, seguirán en un ciclo silencioso que late acompasado, con esta misión inabarcable por grandiosa, dadora y generadora de vida y donde la infancia es el milagro puro, del potencial por florecer.